sábado, octubre 15, 2005

De la elaboración de Nuestros Miedos a los Delincuentes



Cuando la semana pasada hablaba de los miedos que tenemos que elaborar como ciudadanía para en principio buscar comprender las visiones de mundo que sobre la delincuencia se expanden en la conversación social de las campañas electorales y que a modo de emanaciones virulentas han salido por la boca de algunos candidatos, sobretodo de Joaquín Lavín, lo que estaba en juego era la necesidad de dar a lo menos dos visiones opuestas de cómo se puede entender el concepto de seguridad nacional y ciudadana, enemigo interno y externo, para que pudiéramos por lo menos seleccionar los comentarios y no dejarnos embaucar en los temores y resentimientos de los otros, sobretodo cuando se trata de proyecciones mentales traspasadas desde las propias instalaciones egóticas y egoístas en este mundo.
La intención era proteger el oído ciudadano y entregar elementos para disolver a veces lo que se escucha. Sin embargo, al releer la opinión pasada, tuve la percepción que se me habían quedaron varias ideas en el tintero y que todas juntas tampoco alcanzaron a fluir bien porque salieron precisamente todas juntas.
Y entonces lo primero que vale la pena recordar es que la ciudadanía tiene que aprender a protegerse de los comentarios que son vehiculados por personas que, desde el poder que da el acceso a los medios de comunicación, han aprendido a construir mensajes que manipulan el corazón y lo enredan con mentiras y sobretodo con rollos o cuentos que pueden aparecer ilusoriamente como verdades a los ojos carentes y privados, pero que en el fondo no lo son. En este contexto, una verdad del tamaño de la vida y de la muerte es que todo lo que tenemos, incluso la vida, es impermanente, es decir así como en este momento la disfrutamos con una hermosa respiración que nos ancla a la tierra, a este universo y a esta vía láctea, en un tiempo y en un espacio, al momento siguiente podemos dejar de respirar y en la expiración irnos hacia otra forma de vida que llamamos muerte. Y hacia otra manifestación de vida futura que podemos llamar realización de nuestra historia kármica.
Ninguno de nosotros, seres humanos todos por tanto, tiene el control de ese proceso ni de esa estancia en el mundo ni ciudadana, ni de esa condición o modo de ser vulnerable, y por lo tanto junto con comprender esta verdad básica que constatamos diariamente, también tenemos que constatar que como ninguno de nosotros tiene el control de ese proceso, no podemos exigirle a ninguna institución del Estado, ni menos a un Presidente de la República de país alguno que venga a garantizarnos aquello que hemos entendemos, nadie puede garantizar a través de contrato social alguno ni alguna cláusula.
Pero hay más. De esta enorme y simple verdad, la de la impermanencia de la vida, se desprende otra verdad. Como la vida tiene una duración que no podemos controlar, tampoco podemos pretender hacer de “esta vida” un tiempo donde la acumulación egoísta (económica) sea la marca de la existencia. En este sentido, alguien puede querer que esa sea la marca de “su” existencia en esta vida, precisamente basada en la acumulación de propiedad y bienes. Pero esa es “su opción”, no la mía, ni la de todos. Es decir no la nuestra ni la comunitaria. Por lo mismo no me la puede imponer, no se la puede imponer a la comunidad, ni menos como “la única, verdadera y legitima”.
En este horizonte de comprensión entonces, tampoco se puede pretender que esa visión de vida, basada en una acumulación egoísta, sea la base de lo que se entienda automaticamente por seguridad comunitaria ni búsqueda de cohesión y pertenencia social. Tampoco se puede pretender que esa visión sea la única base moral de una sociedad.
Resta por ver más adelante, como desde esta visión egoica de lo que es el paso por este mundo y esta vida, se ha construido en Chile y a partir de nuestra historia reciente una proyección del miedo al otro, cuando este otro está precisamente desprovisto de lo que
“un determinado yo” resolvió que sea el padrón de comportamiento que debe regir y ordenar a la comunidad. Porque ahí, en ese nicho se sitúa precisamente el delincuente.