domingo, julio 02, 2006

Hibernando con Sieg Hiel

Lilian Letelier
En pleno invierno es normal en Chile, hacer agua por todos lados pienso, mientras se introduce y se hilvana esta conversación sobre las tribus urbanas asociadas a la delincuencia, a la desprotección que emergen llenas de frío, con muertes atonales: iceberg de desajustes sociales. Lo primero que se me viene a la mente desde la memoria, es la comparación inevitable: en verdad, los que nos juntábamos en el garaje Matucana por allá por los 80, pasadas las 12, rockeros, pop, pasotas de tanto pinochetismo éramos niñitos de pecho comparados con estos “antis” al menos en organización y recursos. Recuerdo que ya en esa época los opinólogos de turno, expertos cientistas políticos, hablaban sobre ¿como sería integrar a la fuerza de los ochenta en la transición?
Vuelvo al lenguaje consabido de los informes del PNUD sobre la falta o déficit de comunidad que experimentamos los chilenos, el temor al otro, y la vulnerabilidad en que esa condición existencial es asimilada ya a nivel de los adultos en sus relaciones de convivencia donde por cierto no existe la confianza y la amistad, ¿Qué queda entonces para estos jóvenes chilenos en la debilidad institucional, patrimonial de su actualidad en-el-mundo y de su proyección?
En ese mismo lugar me pregunto ¿como es que está democracia en lo que va del año ya consigue echarse encima un movimiento de estudiantes secundarios, un movimiento neo nazi, un movimiento de cabezas rapadas, de raperos, sin considerar a los góticos, los rastas, hiphoperos, panquis, etc, etc? Todos ellos ¡que duda cabe!, formas de presentación de lo que es obvio: la exclusión social, participativa de los jóvenes chilenos. Un grito desde la privación de comunidad, de integración, de participación y porque no decirlo de soledad?
Observo a la polola del neo nazi joven que mataron por estos días a través de la televisión. Observo los rituales en el cementerio y durante el cortejo fúnebre. Observo las ropas de distinción, esos “raros peinados nuevos” como cantara el Charly Garcia, y las ofertas de integración de cada una de estas pandillas o tribus urbanas como elementos iconográficos que alguna vez mi generación también usara para diferenciarse de los “viejos vinagres que nos tenían rodeados”. Los comparo con esos otros rituales de jóvenes hipermodernos que van al gimnasio a levantar pesas para conseguir nuevas musculaturas porque todo aquello, allá y acá, los hace “poderosos”, potentes, en su narcisismo a prueba de golpes y al parecer de balas, camino a la inmortalidad del ego en Hiperbórea.
¿Qué es lo que les hace falta?, ¿Qué es lo que no tienen que derivan formando estos grupos tribales de defensa como si de lo que se tratase es de apertrecharse ante un medio hostil?
Un socialista guatón y empingorotado responderá: “en toda sociedad moderna, estamos expuestos a estos niveles de anomia y desintegración”. Por lo tanto es normal que cada cierto tiempo estas problemas aparezcan, pero son episodios sin relevancia. Nada nuevo bajo el sol.
Otro socialista, no nacional sino critico ordenara preguntas en una dirección: ¿Cómo es que la fragmentación social, la pobreza, la falta de pertenencia, la desintegración moral y ontológica, la anomia ha permitido la acumulación de ese depósito de inseguridades subjetivas, lesiones a la autoestima, al punto de volver a repetir la experiencia de inscribir en el cuerpo del otro joven la marca de la intolerancia? ¿Cómo si todavía no acabamos de salir de una? Sigo en el recuerdo de los hermanos Vergara, de Rodrigo Rojas Denegri, de Carmen Gloria Quintana.
Siguiendo a Humberto Giannini en la formulación de su ética negativa digo: ¿Qué tiene que ver todo esto con las “ofensas” y el perdón desteologizado y psicoanalítico de la ciudadanía chilena que no llega y al que no arribamos.

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